sábado, 27 de noviembre de 2010

Y entonces comprendí

aquel viejo slogan de Pirelli. En casos como este, ciertamente,
la potencia sin control no sirve de nada.


Pista de patinaje sobre hielo en Obels Plads, 27/11/2010

domingo, 21 de noviembre de 2010

Cacahuetes

El viernes, nada más comenzar nuestra visita guiada a Randers Regnskov me quedé prendida de él, de este animal, cuya raza ni sé, y de su mirada.

Podíamos leer en ella paciencia, desgana y puede que indiferencia. Los flashes saltaban sin parar, su pose los atraía. Sus ojos tristes también. No se movió ni un milímetro. Aguantó estoico la avalancha de ojos automáticos, de luces y murmullos de excitación. Nosotros eramos los cazadores, esperábamos un gesto, una mueca, una monería. Por que... ¿a quién no le han dicho que los monos lo que hacen es eso, monerías?. No se cumplió nuestro deseo. Nos ignoró. Y nosotros le ignoramos a él cuando treinta segundos después un primo lejano de los antílopes se cruzó en nuestro camino y nos miró con una mezcla de desgana y temor de cervatillo asustado. El primate había pasado a la historia. Había tenido sus treinta segundos de atención, aferrado a sus barrotes, quizá sabiendo ya que nunca podrá romperlos. Un esclavo de su propio destino.
Aunque nosotros, los evolucionados, nótese el sarcasmo, humanos estemos de este lado de la verja, armados con nuestras cámaras fotográficas e Iphones de última generación, estamos igual de atrapados que él. Pero al menos el lo sabe. Las personas no somos conscientes de que hemos sido nosotras mismas quienes hemos escogido nuestra prisión, nos hemos encerrado tras el tragaluz y hemos tirado la llave al foso de los cocodrilos. Hoy por hoy, en las sociedades occidentales el 90% de nosotros pertenece a una, cuando no más, red social. No se trata solo de que la usemos para comunicarnos con nuestros familiares, con nuestros primos de América o con aquellos amigos a los que el trabajo ha enviado a la otra punta de Europa. Nosotros también esperamos nuestra ración diaria de atención, la deseamos, la necesitamos. Para algunos se ha vuelto una adicción, algo casi fisiológico, el saber que cada foto que suba, cada estado que actualice, cada vídeo que comparta recibirá un comentario de alguno de sus 500 contactos, o, al menos, un"me gusta" que no implica para nada que esto sea verdad. Facebook se ha convertido en nuestros 15 minutos de gloria. Al igual que el mono de la reserva tropical, nos sentamos a esperar a que alimenten nuestro ego, a que nos lancen un par de míseros cacahuetes al día. Con un "ehyyyyy" en nuestro tablón y una nueva petición de amistad cada 15 días nos es suficiente para sobrevivir un par de semanas más. Luego subiremos alguna foto que demuestre lo amplia que es nuestra vida social "real" y el círculo se cerrará.
Como siempre, y así es como debe ser, hay voces que se levantan contra la dictadura de las redes sociales, pero es entonces cuando nos sumimos en la tremenda paradoja que conllevan: Si perteneces a ellas, a cualquiera de sus variantes (exceptuando quizás las más especializadas redes laborales) estás siendo manipulado por la cultura de masas y utilizado por un organismo más grande y poderoso que cualquiera de nosotros para proporcionar datos a las compañías que usarán para manipular a su vez nuestros gustos y necesidades. Pero, por otro lado, si no perteneces a ellas, reniegas de sus contenidos y de su utilidad, dejas de pertenecer al "mundo real", o lo que ahora, por desgracia, entendemos por mundo real, y tus ansias de reivindicar tu individualidad se convertirán en tu peor enemigo, no serás nadie, nunca más.
Hacía tiempo que no se me planteaba una decisión tan difícil, porque.... después de todo, navegar entre dos aguas tampoco es lo más recomendable en los tiempos que corren.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Usos (reales?) del facebook

Navegando por la web de Periodismo Humano me he encontrado con esto, sin palabras me han dejado, sobre todo porque, tercera edad o no, la vida es así (al menos en mi España)







Fuente: Periodismo Humano: Para que sirve el Facebook de Águeda

lunes, 15 de noviembre de 2010

Mentiras y, ¿verdades?

-El camino hacia bajo es muy largo.-Tenía una voz bellísima, suave y potente.

-Pues sí.-Simón miraba hacia los diminutos tejados de Hayholth, diseminados a sus pies.

-No me refiero a eso.-Su tono era ligeramente burlón-. Me refiero a abajo, donde está la verdad; abajo de todo, donde reside el origen de las cosas.

-No comprendo.-Se sentía ligero, como si el próximo soplo de viento pudiera llevárselo de allí revoloteando como una hoja. Tenía la sensación de que sólo la mano del ángel lo retenía.

-Desde aquí arriba, los asuntos de la tierra se ven pequeños. Es una de las
maneras de verlos, y es válida, aunque no la única; cuanto más abajo, más
complicados de comprender pero también más importantes. Tú tienes que bajar
mucho.

[....]

-No es tan fácil.-Se dio media vuelta y se elevó poco a poco hasta su plinto
sobre el tejado de la torre-. Si puedo volver, volveré. Hablamos con claridad de lo que es menos importante, pero las verdades fundamentales se hallan en las entrañas, siempre en el interior. No se dan, tienen que buscarse.




pp203-204






-En realidad es una especie de magia..., posiblemente la más poderosa de todas -prosiguió- Estudia esto si quieres comprender el poder, joven Simón. No te llenes la cabeza de charlatanería sobre fórmulas y encantamientos. Comprende como las mentiras nos dan forma, dan forma a los reinos.


-¡Pero eso no es magia!- arguyó Simón, prestándose a la discusión a su pesar- Eso no hace nada. La verdadera magia permite..., no sé, volar, convertir un montón de basura en oro, como en los cuentos


-Pero los propios cuentos suelen mentir, Simón, los malos sobre todo.-El doctor limpió sus lentes con la amplia manga de su túnica- Los cuentos buenos cuentan que el mayor horror es enfrentarse a la verdad. No existe talismán ni espada mágica tan potente como la verdad.



p307






La torre del Ángel Verde (parte I). Añoranzas y Pesares, libro III (Tad Williams)

Edición: Timun Mas

Año: 2000.



*Os resaltados son meus


Cousas do karma, supoño...

domingo, 7 de noviembre de 2010

Mojn (Allá donde fueres, haz lo que vieres)

Las pequeñas aldeas son un mundo aparte. Todos lo sabemos. La ley de la ciudad no se aplica Todos los vecinos nos conocemos, hemos visto nacer, crecer y morir a la familia que vive en la casa de al lado. Los negocios han estado ahí desde siempre, y confiamos en que siempre lo estarán. Nos sabemos de memoria el nombre de las vacas, cerdos y gallinas de los vecinos, tenemos nuestras pequeñas costumbres, como el colgar la colada de un determinado modo. Todo es idílico. Vecinos cordiales, vivir sin estar pegado al reloj y al silbato del metro, naturaleza en estado puro, benigna y desbocada a un tiempo. La comunidad perfecta, podría ser una utopía fabiana. Pero no lo es. Pues todo núcleo humano, por pequeño que sea, contiene en su interior la mayor de las degradaciones posibles, la de la propia alma y espíritu. Nadie está a salvo, ni el párroco, el médico o el alcalde. Y menos que ninguno de los habitantes cuyas raíces ahondan en el pantano, el nuevo y recién llegado policia.


(Trailer americano de Frygtelig lykkelig (2008))

Así comienza Frygtelig lykkelig (2008), con la llegada de un policia a una pequeña y pacífica aldea del Sur de Jutlandia, una localidad en el que todos se saludan con un breve y sonoro "Mojn", que significa tanto "hola" como "adios". Copenhague, su anterior lugar de residencia, no comparte ningún parecido con el pueblo en el que deberá pasar los próximos meses, hasta recuperarse del, en principio desconocido, problema psicológico que le aqueja. Cuál no será la sorpresa de Robert al descubrir que nada, nunca, es lo que parece, y menos en las pequeñas aldeas.



Frygtelig lykkelig, un film noir que desde el primer momento captura nuestra atención con escenas típicas de western, como el duelo entre el nuevo Marshall y el cacique local para probar su resistencia mutua al alcohol, o de thriller pesadillesco, con la dulce e inocente niña Dorthe paseando un chirriante cochecito de muñecas en la fría y húmeda noche rural. Esta obra, basada en una novela de Erling Jepsen, nos encoge el corazón en un puño en algunas de las escenas más dramáticas, y ponzoñosamente humanas. No hay un exceso de sangre y vísceras, pero Frygtelig lykkelig no es apta para sensibles ni para aquellos que aún conservan su fe en la humanidad. Para todos los demás, cínicos, pesimistas, nihilistas y desengañados, noventa minutos de terrible felicidad.






martes, 2 de noviembre de 2010

lunes, 1 de noviembre de 2010

El día en que dejé de creer en los adultos

(o en su defecto en las figuras de autoridad)


Recuerdo el día en que decidí que nunca me haría mayor. Que nunca sería una adulta. No fue cuando descubrí que los reyes son los padres, aunque esa mañana empezó a correr sangre republicana por mis venas. Tampoco cuando comprendí que tener legalmente carné de conducir no te llevará a donde tú quieres llegar o que el poder elegir un candidato electoral, marcar con una cruz entre dos nombres cargados de, aparente, significado político, no cambiará el estado del país. Ni tan siquiera sucedió el día que dando una mano alguien mordió todo el brazo, o al entender la gran mentira que supone que quien más te está lacerando sea aquella persona que te dice que no te quiere hacer daño.

Con el paso de los años los rasguños en las rodillas tardaron más en curarse, las ojeras se hicieron más profundas, los dolores de cabeza menos intermitentes, pero yo seguía creyendo. Ingenuamente asumía que, con la llegada de la adultez, las cosas cobrarían sentido (algún sentido) y podría recapacitar, mirar atrás y conectar los puntos. No pude. Llegó el día en que cumplí la mayoría de edad legal en España (luego llegaría la mayoría de edad legal en Estados Unidos) pero no llegó con ello el buen juicio. En su lugar llegó la Universidad, Santiago de Compostela y algún que otro encuentro accidentado. Y fue allí, en Santiago, en mi primer año como futura periodista, cuando y donde descubrí que yo nunca, nunca, me haría mayor. No importarían los años legales, el carné de identidad o el renovar el permiso de conducir. Yo nunca sería como ellos.

Para mi los adultos siempre habían sido quienes tenían las respuestas (y también muchas de las preguntas). Siempre con la palabra adecuada, el gesto preciso y la solución a nuestras riñas de niños sobre si Spiderman podría ganar o no a Lobezno en un duelo a muerte. El resultado era siempre una onza de chocolate. Y todos tan contentos. Los adultos, en mi mente, entendían que la política no nos salvaría de la extinción, pero seguían hablando de ella, haciéndola, porque aún quedaba alguna esperanza.

Pero llegó la mañana en que todo se truncó. En medio de una clase teórica, estando sentados unos cien compañeros y yo, la puerta se abrió de golpe. El profesor se calló. Todos giramos la cabeza expectantes. Un hombre con una chupa de cuero y un pañuelo al cuello entró tropezando con los escalones del estrado. Balbuceó unas pocas palabras y se dirigió a la mesa del catedrático. Luego, desde esa privilegiada posición, comenzó a hablarnos a todos nosotros. Estaba borracho. Se podía percibir desde la última fila. Hacía señas extrañas a los alumnos, se acercó incluso a las primeras hileras de mesas. Mientras tanto, viendo que el hombre había captado toda nuestra atención y sabiendo imposible dialogar con él, nuestro maestro preguntó en voz alta si queríamos que ese sujeto abandonase el aula. No recuerdo la respuesta general. Estaba demasiado concentrada en no llamar la atención del “sujeto” desde mi tercera o cuarta fila. El profesor salió del aula. Cerró la puerta. Allí nos quedamos cien personas sentadas, escuchando hablar, cantar y casi destrozar el mobiliario a un lunático. No sé si los demás oyeron como la puerta trasera se abría o no. Solo sé que cuando volví la cabeza vi al profesor sentado en la última fila. Casi sonriendo ante las tonterías y payasadas de un pobre hombre sobre el estrado. En ese momento, justo en ese momento, sentí que el alma se me caía a los pies.

La persona que se suponía un modelo para nosotros, alguien mayor, adulto, con conocimientos académicos y sobre la vida, había preferido sentarse a contemplar como se desarrollaba la comedia antes que interrumpirla y continuar con el ritmo normal de las cosas. La única figura con poder en el aula había decidido dejar en manos de sus alumnos y de un lunático el resultado del encuentro. ¿Qué haría en cualquier otra situación que requiriese algo de “mano izquierda”, sentarse a que otro decidiera por él? (y no, no hablo de violencia)

Si los adultos en quien confiamos, aquellos que esperamos que representen nuestros ideales, nos protejan, nos guíen (aunque no nos dirijan como bueyes amarrados al arado) y aconsejen, deciden simplemente sentarse a ver pasar el mundo… ¿qué podemos esperar entonces de esos otros que sabemos que son (casi siempre) corruptos por naturaleza, dados a la manipulación mediática, a desvirtuar el sentido de las cosas y a hacer de la realidad una ficción Orwelliana? (sí, hablo de los políticos). ¿Cómo soportar que quien debe ejercer el poder, detener a los criminales, se siente a ver pasar las nubes y buscar unicornios en sus formas? ¿Y los jueces, usando su mazo solo para jugar al cricket?

No quiero hacerme mayor, no quiero ser una adulta, y menos aún una en un cargo de responsabilidad. No soy como ellos ni quiero serlo. No quiero que las personas que confían en mi buen hacer, mi experiencia vital y mi buena voluntad descubran que no hay nada. Que no he sabido crecer, asumir las responsabilidades de la edad y de un cargo tan serio como el de madre, educadora o hasta periodista. Quiero seguir siendo eternamente inocente, así, al menos, seré más feliz.