miércoles, 29 de abril de 2009

El Vigo de los desertores iluminados


Vigo, en sus inicios conocida como Vicus SpaCorum, no es como Santiago, donde el espíritu peregrino y universitario se respira en cada bocanada de aire medieval. Tampoco es como Lugo, donde entrar en la muralla hace que te retrotraigas a tiempos lejanos en que las legiones del César campaban a sus anchas ordenando y dirigiendo. No. Vigo es desde su nacimiento una ciudad de marineros y comerciantes, cuyos lugareños expulsaron no sólo a piratas, sino también a franceses. Batallas ganadas que, sin cargos de conciencia, los vigueses celebran año tras año con gran estrépito.
Es esta una ciudad misteriosa. Un raro ejemplar que no deja ver todos sus secretos la primera vez. Se hace la difícil, la interesante. Vigo tiene luces, sombras y muchos semitonos. En una primera visita, la Ciudad Olívica nos puede dejar acceder a sus maravillas más superficiales, a sus parques, a sus playas, a sus diversos museos. Pero no será esa la ocasión en que alcancemos a vislumbrar su esencia, su verdadera y profunda personalidad.
Los habitantes de la metrópoli se dividen en dos grandes grupos con pocas excepciones y casi ningún cambio de bando. Unos aman su urbe, otros malamente la soportan. Ayuntamiento con personalidad contra localidad gris e industrial. Nunca hay un ganador definido. La balanza siempre está equilibrada. Preguntes a quien preguntes, sólo alcanzarás a conocer una de sus luces o una sombra, nunca lo que se esconde en sus calles más antiguas, en los barrios de la periferia o bajo la prisa y el miedo a llegar tarde de sus ciudadanos.
No obstante, hay un espécimen más que coexiste de forma casi marginal en la ciudad. Es ese desertor que en cuanto pudo huyó de la ciudad, convirtiéndose en un iluminado cuando regresó de nuevo. Si por casualidad te acercas a alguno de ellos y preguntas, te dirán que todo tiene sus grises y, con suerte, quizás te señalen alguno de los que tanto tardaron en descubrir. Uno de esos medios tonos que con la iluminación adecuada se convierte en una fotografía con un perfecto balance de blancos. Que si una callejuela que en sus días era un simple muro de paso para los últimos, incontinentes, insomnes de Churruca y ahora es una travesía que une dos pequeños reductos verdes en el centro de la ciudad, que si una cafetería inolvidable bajo unos soportales del casco viejo. Hay cientos de ejemplos y estos objetores del gris representativo de Vigo saben que día tras día pueden encontrar alguno nuevo.

Este tipo de gente puede reconocerse por su actitud cuando camina por la ciudad, es una extraña mezcla entre turistas extasiados y vigueses conscientes de cada uno de sus pasos. Si de verdad buscamos encontrarlos, tenemos muchas posibilidades de tropezarnos con ellos en el centro de la ciudad porque de repente se han parado a admirar algo que aún no habían descubierto. También se pueden reconocer en el autobús urbano, o sentados en cualquier esquina de la ciudad, contemplando en silencio, casi sin pestañear, algo que al resto de viandantes resulta indiferente. Trabajadores, estudiantes con prisa adelantan a este hombre o mujer sin prestarle casi ni atención, como mucho le dirigirán una mirada incomodada o un airado reproche porque no se ha apartado lo suficiente de su camino cuando se ha parado a observar. El otro pasatiempo favorito de los iluminados es subirse a un autobús circular y dejar que las horas pasen mientras observa el paisanaje vigués. Verá decenas de caras familiares o desconocidas subirse y bajarse del vehículo y se preguntará qué las mueve mientras intenta capturar todos los detalles de una ciudad que es suya y no lo es al mismo tiempo.

Muchos podrán decir de estos hombres y mujeres que son unos obsesos, unos degenerados y horrendos ejemplos de ciudadanos que malgastan su tiempo en ver pasar la ciudad cuando podrían estar colaborando en su engrandecimiento y modernización. Cuando una sola persona piensa algo así, parte de la magia de la ciudad se pierde, inclinando la balanza un poco más hacia el gris inhumano e industrial. De ese modo, las travesías volverán a ser muros que graffitear, las pequeñas plazas del casco viejo serán tomadas por el álter ego vil del paso del tiempo, la decadencia.
Y es que, si dejamos de ver algo maravilloso en cada una de las esquinas de nuestras ciudades, perdemos su esencia. Esa esencia que pocas veces se atrevían a descubrirnos, por miedo a que la convirtiéramos en aparcamientos subterráneos, nuevos centros comerciales llenos de locales de Inditex y salpicados con algún que otro McDonald’s. Si la ciudad acaba siendo tomada por la cara oscura del cemento, ningún turista querrá bajarse del trasatlántico, o salir de la estación del tren, porque la visión descarnada de Vigo lo asustará en demasía, robándole todo el interés que pudiera tener en un principio. Pero, si somos de esos que nos atrevemos hasta con lo indecible, y superamos las barreras de los que sólo ven las sombras, nos podrán ser revelados algunos de los pequeños secretos de la ciudad.
La mejor manera de conocer Vigo, de conocerlo a fondo, no es el bus turístico que recorre cuatro o cinco calles y en el cual una amable señorita te cuenta las batallitas de la Reconquista, el crecimiento del ensanche o la vida y obra de los grandes emigrantes. No. La mejor de las maneras sería conseguirse a uno de esos conversos para que actuara como guía, cosa que a la mayoría les encanta, pero eso es harto difícil, pues no todo el mundo pertenece a ese grupo, más bien muy pocos. Como triste sucedáneo, si deseamos ahondar en los secretos de la ciudad, siempre podemos encomendarnos al callejero que amablemente nos dan en las casetas de información turística estratégicamente repartidas y comenzar a caminar. Cuando llevemos un par de horas, después de mirar todo con los ojos bien abiertos, habremos conocido mucho más que algunos de los habitantes que pasan todos los días por las mismas calles. Siempre hemos de tener en cuenta el camino que hemos seguido, que una cosa es admirar la arquitectura viguesa y otra acabar perdido. Pero si el segundo es nuestro caso y no recordamos bien como volver al lugar del que hemos partido, podemos preguntar a cualquier peatón por la parada más próxima de cualquiera de los Vitrasa que se dirigen al centro, desde donde podremos orientarnos perfectamente para regresar. Luego anotaremos con cuidadosa caligrafía en nuestra libreta de notas todo lo que hemos descubierto y, si somos adictos a la imagen, lo aliñaremos con unas cuantas instantáneas de esas que no aparecen en las postales del Mercado da Pedra. Al final podremos volvernos a casa con el recuerdo de una ciudad que merece la pena visitar de un modo distinto al de los viajes organizados, un lugar que necesita de unos ojos nuevos e inocentes en cada mirada.

viernes, 24 de abril de 2009

El Ocho

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Desde lejos te parezco un simple autobús urbano. Verde, con el cartel del número ocho colgando del parabrisas y el logotipo identificativo de mi ciudad en el costado. Igualito a cualquiera de mis compañeros de fatigas. Te estarás preguntando quién soy, por qué soy importante y cuál es el motivo que me permite ocupar estas líneas. Hay una razón, muy clara, definitoria y definitiva: soy, sin lugar a dudas, quien mejor conoce esta ciudad. Sólo yo he recorrido todas y cada una de sus avenidas, o casi todas. Pero incluso para mí la ciudad tiene secretos, callejuelas llenas de encanto que tan sólo alcanzo a imaginar. Eso es lo que más me gusta de Vigo, saber que, por mucho tiempo que pase, siempre podré conocer alguna nueva historia de cualquiera de sus calles más pintorescas.

La mañana empieza temprano para mí, muy temprano. El sol aún no ha salido cuando yo abandono la cochera y me dirijo al trabajo. Sin embargo, no soy el único que comienza la jornada a horas casi nocturnas, muchos de los que me acompañan en mi primer trayecto lo hacen todavía entre legañas y bostezos mal disimulados. Ellos son habitualmente estudiantes que se dirigen a sus institutos o hacen el recorrido completo hasta la Universidad. Se reconocen fácilmente por sus carpetas, sus ojeras de noctambulismo y en ocasiones por sus corrillos de cuchicheos. Hay días en que alguna señora se sube a primera hora con una cesta de la compra vacía, una cesta que volverá llena en pocas horas. Pero casi siempre me encuentro con los mismos rostros madrugadores, al final acabamos siendo casi como una familia.

Arranco en el centro de la ciudad para dirigirme a las afueras, al campus universitario. Por el camino me cruzaré con otra mucha gente que se dirige a pie (los menos) y en coche (la mayoría) al trabajo. Personas que, en su miedo a llegar tarde, no se pararán ni un par de segundos a admirar algunos de nuestros pequeños y deliciosos tesoros urbanos. A echarles un ojo a esas estatuas que permanecen inmutables ante el ir y venir de los transeúntes. Aunque yo me jugaría el claxon a que más de una vez, en el último recorrido de la noche, el eterno nadador me ha guiñado un ojo y el Sireno ha movido una aleta a modo de saludo. A su manera, ellos también conocen a todos los habitantes de la ciudad.




A veces compadezco a esa gente tan apresurada que habita las ciudades, la misma que cae rendida sobre el asiento en mi último trayecto, sin fuerzas ni para alzar un momento la vista y deleitarse con la puesta de sol de nuestro paraíso natural más cercano. Me dan pena porque han olvidado que se trabaja para vivir, que no es bueno vivir para trabajar. Yo no pertenezco a ese tipo de personas, ni de cacharros si me apuráis. Hago todos mis viajes con la calma justa y necesaria en una ciudad como esta. Hay momentos en los que el denso tráfico podría sacarme de mis casillas, pero sé que, si lo permito, no sólo yo saldré perjudicado. Es verdad que los visitantes tachan nuestra circulación de caótica, desordenada y, desde luego, poco comprensiva para con los viandantes, sin embargo, cuando te enfrentas todos los días a ella acabas por descubrir que esperar en el semáforo te ofrece la posibilidad de entender la vida de un modo distinto. Y, si crees que se te hará tarde, con salir un poco antes de casa es suficiente. Estar parado medio minuto en una de las calles principales te permite ver el ajetreo, la vida que bulle en la ciudad, aun en horas tempranas. Te hace preguntarte a dónde se dirigen todas esas personas y por qué. Cuando arrancas de nuevo, algo ha cambiado en tu interior, aunque no lo sepas o no lo entiendas.


Algunos estudiantes se bajan cuando aún no hemos rebasado los límites arquitectónicos de la ciudad. Me refiero a los edificios, claramente, puesto que, a partir de la Avenida de Castrelos, su número disminuye y también sus alturas. Puede que la gente que vive más allá de la Plaza de América se haya dado cuenta de lo interesante que es poder salir a la ventana y ver algo verde que no sea un mantel colgado en el patio de luces del vecino. A mí, desde luego, me encanta llegar a esta zona de la ciudad. Aquí donde las farolas ya no son sucedáneo de los árboles y el canto de los pájaros se oye más fuerte que el rugir de mis motores (bastante ecológicos, por cierto).



Hasta al pasajero más gruñón se le levantan las comisuras de los labios en un amago de sonrisa cuando atravesamos la carretera que divide el Parque de Castrelos. Verde a un lado y verde al otro, pájaros, patos y flores. ¿Qué más se puede desear para llegar contento al trabajo o a la facultad? Luego vendrán las casas familiares, los prados y las parcelas separadas por muros sobre los que se asoman perros revoltosos. En algunos casos nos encontramos con algún ejemplar de ganado doméstico, pero son pocos. A decir verdad, a mí las vacas me asustan, no son demasiado de mi agrado, supongo que esto se debe a que he visto muy pocas. Por ello, me conformo con los caballos que aparecen de vez en cuando en las elevaciones que rodean el área universitaria.

He llegado al final de mi recorrido. Los últimos estudiantes se han bajado en la facultad que se encuentra más alejada de la ciudad y es hora de volver a hacer el trayecto en el sentido inverso. Esta vez recogeré a toda esa gente de las afueras que desea acercarse a la ciudad. Les llevaré a descubrir las calles estrechas por las que casi no entran automóviles y también las avenidas más amplias en las que el tráfico es continuo. Sé que algunos no darán mayor importancia al cambio que supone entrar de nuevo en la ciudad. Pero no pasa nada porque siempre, siempre, viaja conmigo alguien que, por mucho que haga este recorrido, encuentra algo maravilloso en lo que posar su vista. Algo que le emociona, que le encoge el corazón y lo hace latir con algo más de fuerza durante un par de segundos. Es ese el grupo de personas en el que yo me incluyo. No vivimos para trabajar, trabajamos para vivir. Y nunca olvidamos que hasta el más tedioso trabajo puede regalarnos momentos únicos, a veces, a diario.