viernes, 24 de abril de 2009

El Ocho

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Desde lejos te parezco un simple autobús urbano. Verde, con el cartel del número ocho colgando del parabrisas y el logotipo identificativo de mi ciudad en el costado. Igualito a cualquiera de mis compañeros de fatigas. Te estarás preguntando quién soy, por qué soy importante y cuál es el motivo que me permite ocupar estas líneas. Hay una razón, muy clara, definitoria y definitiva: soy, sin lugar a dudas, quien mejor conoce esta ciudad. Sólo yo he recorrido todas y cada una de sus avenidas, o casi todas. Pero incluso para mí la ciudad tiene secretos, callejuelas llenas de encanto que tan sólo alcanzo a imaginar. Eso es lo que más me gusta de Vigo, saber que, por mucho tiempo que pase, siempre podré conocer alguna nueva historia de cualquiera de sus calles más pintorescas.

La mañana empieza temprano para mí, muy temprano. El sol aún no ha salido cuando yo abandono la cochera y me dirijo al trabajo. Sin embargo, no soy el único que comienza la jornada a horas casi nocturnas, muchos de los que me acompañan en mi primer trayecto lo hacen todavía entre legañas y bostezos mal disimulados. Ellos son habitualmente estudiantes que se dirigen a sus institutos o hacen el recorrido completo hasta la Universidad. Se reconocen fácilmente por sus carpetas, sus ojeras de noctambulismo y en ocasiones por sus corrillos de cuchicheos. Hay días en que alguna señora se sube a primera hora con una cesta de la compra vacía, una cesta que volverá llena en pocas horas. Pero casi siempre me encuentro con los mismos rostros madrugadores, al final acabamos siendo casi como una familia.

Arranco en el centro de la ciudad para dirigirme a las afueras, al campus universitario. Por el camino me cruzaré con otra mucha gente que se dirige a pie (los menos) y en coche (la mayoría) al trabajo. Personas que, en su miedo a llegar tarde, no se pararán ni un par de segundos a admirar algunos de nuestros pequeños y deliciosos tesoros urbanos. A echarles un ojo a esas estatuas que permanecen inmutables ante el ir y venir de los transeúntes. Aunque yo me jugaría el claxon a que más de una vez, en el último recorrido de la noche, el eterno nadador me ha guiñado un ojo y el Sireno ha movido una aleta a modo de saludo. A su manera, ellos también conocen a todos los habitantes de la ciudad.




A veces compadezco a esa gente tan apresurada que habita las ciudades, la misma que cae rendida sobre el asiento en mi último trayecto, sin fuerzas ni para alzar un momento la vista y deleitarse con la puesta de sol de nuestro paraíso natural más cercano. Me dan pena porque han olvidado que se trabaja para vivir, que no es bueno vivir para trabajar. Yo no pertenezco a ese tipo de personas, ni de cacharros si me apuráis. Hago todos mis viajes con la calma justa y necesaria en una ciudad como esta. Hay momentos en los que el denso tráfico podría sacarme de mis casillas, pero sé que, si lo permito, no sólo yo saldré perjudicado. Es verdad que los visitantes tachan nuestra circulación de caótica, desordenada y, desde luego, poco comprensiva para con los viandantes, sin embargo, cuando te enfrentas todos los días a ella acabas por descubrir que esperar en el semáforo te ofrece la posibilidad de entender la vida de un modo distinto. Y, si crees que se te hará tarde, con salir un poco antes de casa es suficiente. Estar parado medio minuto en una de las calles principales te permite ver el ajetreo, la vida que bulle en la ciudad, aun en horas tempranas. Te hace preguntarte a dónde se dirigen todas esas personas y por qué. Cuando arrancas de nuevo, algo ha cambiado en tu interior, aunque no lo sepas o no lo entiendas.


Algunos estudiantes se bajan cuando aún no hemos rebasado los límites arquitectónicos de la ciudad. Me refiero a los edificios, claramente, puesto que, a partir de la Avenida de Castrelos, su número disminuye y también sus alturas. Puede que la gente que vive más allá de la Plaza de América se haya dado cuenta de lo interesante que es poder salir a la ventana y ver algo verde que no sea un mantel colgado en el patio de luces del vecino. A mí, desde luego, me encanta llegar a esta zona de la ciudad. Aquí donde las farolas ya no son sucedáneo de los árboles y el canto de los pájaros se oye más fuerte que el rugir de mis motores (bastante ecológicos, por cierto).



Hasta al pasajero más gruñón se le levantan las comisuras de los labios en un amago de sonrisa cuando atravesamos la carretera que divide el Parque de Castrelos. Verde a un lado y verde al otro, pájaros, patos y flores. ¿Qué más se puede desear para llegar contento al trabajo o a la facultad? Luego vendrán las casas familiares, los prados y las parcelas separadas por muros sobre los que se asoman perros revoltosos. En algunos casos nos encontramos con algún ejemplar de ganado doméstico, pero son pocos. A decir verdad, a mí las vacas me asustan, no son demasiado de mi agrado, supongo que esto se debe a que he visto muy pocas. Por ello, me conformo con los caballos que aparecen de vez en cuando en las elevaciones que rodean el área universitaria.

He llegado al final de mi recorrido. Los últimos estudiantes se han bajado en la facultad que se encuentra más alejada de la ciudad y es hora de volver a hacer el trayecto en el sentido inverso. Esta vez recogeré a toda esa gente de las afueras que desea acercarse a la ciudad. Les llevaré a descubrir las calles estrechas por las que casi no entran automóviles y también las avenidas más amplias en las que el tráfico es continuo. Sé que algunos no darán mayor importancia al cambio que supone entrar de nuevo en la ciudad. Pero no pasa nada porque siempre, siempre, viaja conmigo alguien que, por mucho que haga este recorrido, encuentra algo maravilloso en lo que posar su vista. Algo que le emociona, que le encoge el corazón y lo hace latir con algo más de fuerza durante un par de segundos. Es ese el grupo de personas en el que yo me incluyo. No vivimos para trabajar, trabajamos para vivir. Y nunca olvidamos que hasta el más tedioso trabajo puede regalarnos momentos únicos, a veces, a diario.

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