lunes, 1 de noviembre de 2010

El día en que dejé de creer en los adultos

(o en su defecto en las figuras de autoridad)


Recuerdo el día en que decidí que nunca me haría mayor. Que nunca sería una adulta. No fue cuando descubrí que los reyes son los padres, aunque esa mañana empezó a correr sangre republicana por mis venas. Tampoco cuando comprendí que tener legalmente carné de conducir no te llevará a donde tú quieres llegar o que el poder elegir un candidato electoral, marcar con una cruz entre dos nombres cargados de, aparente, significado político, no cambiará el estado del país. Ni tan siquiera sucedió el día que dando una mano alguien mordió todo el brazo, o al entender la gran mentira que supone que quien más te está lacerando sea aquella persona que te dice que no te quiere hacer daño.

Con el paso de los años los rasguños en las rodillas tardaron más en curarse, las ojeras se hicieron más profundas, los dolores de cabeza menos intermitentes, pero yo seguía creyendo. Ingenuamente asumía que, con la llegada de la adultez, las cosas cobrarían sentido (algún sentido) y podría recapacitar, mirar atrás y conectar los puntos. No pude. Llegó el día en que cumplí la mayoría de edad legal en España (luego llegaría la mayoría de edad legal en Estados Unidos) pero no llegó con ello el buen juicio. En su lugar llegó la Universidad, Santiago de Compostela y algún que otro encuentro accidentado. Y fue allí, en Santiago, en mi primer año como futura periodista, cuando y donde descubrí que yo nunca, nunca, me haría mayor. No importarían los años legales, el carné de identidad o el renovar el permiso de conducir. Yo nunca sería como ellos.

Para mi los adultos siempre habían sido quienes tenían las respuestas (y también muchas de las preguntas). Siempre con la palabra adecuada, el gesto preciso y la solución a nuestras riñas de niños sobre si Spiderman podría ganar o no a Lobezno en un duelo a muerte. El resultado era siempre una onza de chocolate. Y todos tan contentos. Los adultos, en mi mente, entendían que la política no nos salvaría de la extinción, pero seguían hablando de ella, haciéndola, porque aún quedaba alguna esperanza.

Pero llegó la mañana en que todo se truncó. En medio de una clase teórica, estando sentados unos cien compañeros y yo, la puerta se abrió de golpe. El profesor se calló. Todos giramos la cabeza expectantes. Un hombre con una chupa de cuero y un pañuelo al cuello entró tropezando con los escalones del estrado. Balbuceó unas pocas palabras y se dirigió a la mesa del catedrático. Luego, desde esa privilegiada posición, comenzó a hablarnos a todos nosotros. Estaba borracho. Se podía percibir desde la última fila. Hacía señas extrañas a los alumnos, se acercó incluso a las primeras hileras de mesas. Mientras tanto, viendo que el hombre había captado toda nuestra atención y sabiendo imposible dialogar con él, nuestro maestro preguntó en voz alta si queríamos que ese sujeto abandonase el aula. No recuerdo la respuesta general. Estaba demasiado concentrada en no llamar la atención del “sujeto” desde mi tercera o cuarta fila. El profesor salió del aula. Cerró la puerta. Allí nos quedamos cien personas sentadas, escuchando hablar, cantar y casi destrozar el mobiliario a un lunático. No sé si los demás oyeron como la puerta trasera se abría o no. Solo sé que cuando volví la cabeza vi al profesor sentado en la última fila. Casi sonriendo ante las tonterías y payasadas de un pobre hombre sobre el estrado. En ese momento, justo en ese momento, sentí que el alma se me caía a los pies.

La persona que se suponía un modelo para nosotros, alguien mayor, adulto, con conocimientos académicos y sobre la vida, había preferido sentarse a contemplar como se desarrollaba la comedia antes que interrumpirla y continuar con el ritmo normal de las cosas. La única figura con poder en el aula había decidido dejar en manos de sus alumnos y de un lunático el resultado del encuentro. ¿Qué haría en cualquier otra situación que requiriese algo de “mano izquierda”, sentarse a que otro decidiera por él? (y no, no hablo de violencia)

Si los adultos en quien confiamos, aquellos que esperamos que representen nuestros ideales, nos protejan, nos guíen (aunque no nos dirijan como bueyes amarrados al arado) y aconsejen, deciden simplemente sentarse a ver pasar el mundo… ¿qué podemos esperar entonces de esos otros que sabemos que son (casi siempre) corruptos por naturaleza, dados a la manipulación mediática, a desvirtuar el sentido de las cosas y a hacer de la realidad una ficción Orwelliana? (sí, hablo de los políticos). ¿Cómo soportar que quien debe ejercer el poder, detener a los criminales, se siente a ver pasar las nubes y buscar unicornios en sus formas? ¿Y los jueces, usando su mazo solo para jugar al cricket?

No quiero hacerme mayor, no quiero ser una adulta, y menos aún una en un cargo de responsabilidad. No soy como ellos ni quiero serlo. No quiero que las personas que confían en mi buen hacer, mi experiencia vital y mi buena voluntad descubran que no hay nada. Que no he sabido crecer, asumir las responsabilidades de la edad y de un cargo tan serio como el de madre, educadora o hasta periodista. Quiero seguir siendo eternamente inocente, así, al menos, seré más feliz.

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