domingo, 21 de noviembre de 2010

Cacahuetes

El viernes, nada más comenzar nuestra visita guiada a Randers Regnskov me quedé prendida de él, de este animal, cuya raza ni sé, y de su mirada.

Podíamos leer en ella paciencia, desgana y puede que indiferencia. Los flashes saltaban sin parar, su pose los atraía. Sus ojos tristes también. No se movió ni un milímetro. Aguantó estoico la avalancha de ojos automáticos, de luces y murmullos de excitación. Nosotros eramos los cazadores, esperábamos un gesto, una mueca, una monería. Por que... ¿a quién no le han dicho que los monos lo que hacen es eso, monerías?. No se cumplió nuestro deseo. Nos ignoró. Y nosotros le ignoramos a él cuando treinta segundos después un primo lejano de los antílopes se cruzó en nuestro camino y nos miró con una mezcla de desgana y temor de cervatillo asustado. El primate había pasado a la historia. Había tenido sus treinta segundos de atención, aferrado a sus barrotes, quizá sabiendo ya que nunca podrá romperlos. Un esclavo de su propio destino.
Aunque nosotros, los evolucionados, nótese el sarcasmo, humanos estemos de este lado de la verja, armados con nuestras cámaras fotográficas e Iphones de última generación, estamos igual de atrapados que él. Pero al menos el lo sabe. Las personas no somos conscientes de que hemos sido nosotras mismas quienes hemos escogido nuestra prisión, nos hemos encerrado tras el tragaluz y hemos tirado la llave al foso de los cocodrilos. Hoy por hoy, en las sociedades occidentales el 90% de nosotros pertenece a una, cuando no más, red social. No se trata solo de que la usemos para comunicarnos con nuestros familiares, con nuestros primos de América o con aquellos amigos a los que el trabajo ha enviado a la otra punta de Europa. Nosotros también esperamos nuestra ración diaria de atención, la deseamos, la necesitamos. Para algunos se ha vuelto una adicción, algo casi fisiológico, el saber que cada foto que suba, cada estado que actualice, cada vídeo que comparta recibirá un comentario de alguno de sus 500 contactos, o, al menos, un"me gusta" que no implica para nada que esto sea verdad. Facebook se ha convertido en nuestros 15 minutos de gloria. Al igual que el mono de la reserva tropical, nos sentamos a esperar a que alimenten nuestro ego, a que nos lancen un par de míseros cacahuetes al día. Con un "ehyyyyy" en nuestro tablón y una nueva petición de amistad cada 15 días nos es suficiente para sobrevivir un par de semanas más. Luego subiremos alguna foto que demuestre lo amplia que es nuestra vida social "real" y el círculo se cerrará.
Como siempre, y así es como debe ser, hay voces que se levantan contra la dictadura de las redes sociales, pero es entonces cuando nos sumimos en la tremenda paradoja que conllevan: Si perteneces a ellas, a cualquiera de sus variantes (exceptuando quizás las más especializadas redes laborales) estás siendo manipulado por la cultura de masas y utilizado por un organismo más grande y poderoso que cualquiera de nosotros para proporcionar datos a las compañías que usarán para manipular a su vez nuestros gustos y necesidades. Pero, por otro lado, si no perteneces a ellas, reniegas de sus contenidos y de su utilidad, dejas de pertenecer al "mundo real", o lo que ahora, por desgracia, entendemos por mundo real, y tus ansias de reivindicar tu individualidad se convertirán en tu peor enemigo, no serás nadie, nunca más.
Hacía tiempo que no se me planteaba una decisión tan difícil, porque.... después de todo, navegar entre dos aguas tampoco es lo más recomendable en los tiempos que corren.

No hay comentarios:

Publicar un comentario